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MARGARET MARCUS, EXJUDÍA, ESTADOS UNIDOS (PARTE 2 DE 5)

 


Margaret explica cómo una compañera de clases judía aceptó el Islam, y cómo luego ella aceptó el Islam también.

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Fue en la clase del profesor Katsh que conocí a Zenita, la chica más inusual y fascinante que jamás haya conocido. La primera vez que entré a la clase del profesor Katsh, al mirar a mi alrededor en busca de un escritorio vacío dónde sentarme, me fijé en dos asientos vacíos, en el brazo de uno de ellos había tres grandes volúmenes bellamente encuadernados de la traducción y comentarios al inglés del Sagrado Corán por Yusuf Ali. Me senté justo allí, ardiendo de curiosidad por averiguar a quién le pertenecían estos volúmenes. Justo cuando la clase del rabino Katsh iba a comenzar, una chica alta y muy delgada, de tez pálida, enmarcada por una gruesa cabellera castaña, se sentó junto a mí. Su aspecto era tan particular, que pensé que debía ser una estudiante extranjera de Turquía, Siria o algún otro país de Oriente Próximo. Muchos de los demás estudiantes eran hombres jóvenes que vestían el gorro negro de los judíos ortodoxos, y que aspiraban a convertirse en rabinos. Nosotras éramos las únicas dos mujeres de la clase. Cuando salimos de la biblioteca a finales de esa tarde, ella se me presentó. Nació en una familia judía ortodoxa, sus padres habían emigrado a Estados Unidos desde Rusia sólo unos pocos años antes de la Revolución de octubre de 1917, para escapar de la persecución. Noté que mi nueva amiga hablaba el inglés con el cuidado preciso de un extranjero. Ella confirmó estas especulaciones, diciéndome que ya que su familia y amigos sólo hablaban yiddish entre ellos, ella no había aprendido inglés hasta después de asistir a la escuela pública. Me contó que su nombre era Zenita Liebermann, pero hacía poco, en un intento de americanizarse, sus padres habían cambiado su apellido por “Lane”. Además de haber recibido una profunda formación en hebreo de su padre mientras crecía y también en la escuela, me dijo que ahora gastaba todo su tiempo libre estudiando árabe. Sin embargo, sin previo aviso, Zenita se retiró de la materia, y aunque seguí asistiendo a las clases hasta que terminó el curso, Zenita nunca volvió. Pasaron meses y me olvidé de Zenita, cuando repentinamente me llamó y me rogó que me encontrara con ella en el Museo Metropolitano para ir a ver una exhibición especial de la exquisita caligrafía árabe y de iluminados manuscritos antiguos del Corán. Durante nuestra visita al museo, Zenita me dijo que había abrazado el Islam con dos de sus amigos palestinos como testigos.

Le pregunté: “¿Por qué decidiste hacerte musulmana?” Ella me dijo entonces que había dejado la clase del profesor Katsh cuando se sintió enferma con una infección grave del riñón. Su condición fue tan crítica, me contó, que su madre y su padre no esperaban que sobreviviera. “Una tarde, mientras ardía en fiebre, alcancé mi Sagrado Corán en la mesa al lado de mi cama y comencé a leer, y mientras recitaba los versículos, me tocaron de un modo tan profundo que comencé a llorar, y entonces supe que iba a recuperarme. Tan pronto como estuve lo suficientemente fuerte para dejar mi cama, llamé a dos de mis amigos musulmanes y tomé el juramento de la Shahadah o Confesión de Fe”.

Zenita y yo comíamos en restaurantes sirios donde adquirí un gusto refinado por esta cocina deliciosa. Cuando tenía dinero para gastar, ordenaba Cuscús, cordero asado con arroz, o un plato de sopa de deliciosas albóndigas pequeñas nadando en salsa con piezas de pan árabe sin levadura. Y cuando no tenía mucho para gastar, comía lentejas y arroz, al estilo árabe, o el plato nacional egipcio de habas negras con mucho ajo y cebolla, llamado Ful.

De modo que cuando el profesor Katsh dictaba clase, yo comparaba en mi mente lo que había leído en el Antiguo Testamento y en el Talmud con lo que enseñaba el Corán y el Hadiz, y encontraba tan defectuoso el judaísmo que me convertí al Islam.

P: ¿Tenías miedo de no ser aceptada por los musulmanes?

R: Mi creciente simpatía por el Islam y los ideales islámicos enfureció a otros judíos que conocía, quienes consideraban que los estaba traicionando de la peor manera posible. Solían decirme que tal actitud sólo podía ser resultado de sentir vergüenza por mi herencia ancestral y de un intenso odio por mi pueblo. Me advirtieron que aunque tratara de ser musulmana nunca sería aceptada. Estos temores resultaron ser totalmente infundados, ya que nunca he sido estigmatizada por ningún musulmán a causa de mi origen judío. En cuanto me hice musulmana fui bienvenida con entusiasmo por los musulmanes como una de ellos.

No abracé el Islam por odio a mi herencia ancestral o a mi pueblo. No era mi deseo rechazar sino cumplir. Para mí significaba la transición de una fe parroquial a una fe dinámica y revolucionaria.

P: ¿Tu familia se opuso a que estudiaras el Islam?

R: A pesar de que quería hacerme musulmana desde 1954, mi familia logró mantenerme alejada de ello. Me advirtieron que el Islam complicaría mi vida porque, a diferencia del judaísmo y del cristianismo, no hace parte de la escena estadounidense. Me dijeron que el Islam me alejaría de la familia y me aislaría de la comunidad. En ese momento mi fe no era lo suficientemente fuerte como para resistir a esas presiones. En parte como resultado de esa agitación interior, me enfermé tanto que tuve que dejar la universidad mucho antes de graduarme. Durante los siguientes dos años estuve en casa bajo cuidados médicos, pero empeorando. Mis padres, en desesperación, me confinaron en hospitales públicos y privados entre 1957 y 1959, donde prometí que si alguna vez me recuperaba lo suficiente como para ser dada de alta, abrazaría el Islam.

Después que se me permitió volver a casa, investigué todas las oportunidades de conocer musulmanes en la ciudad de Nueva York. Tuve la buena fortuna de conocer a algunos de los mejores hombres y mujeres que cualquier persona podría esperar encontrar. También comencé a escribir artículos para revistas musulmanas.

P: ¿Cuál fue la actitud de tus padres y amigos después que te convertiste en musulmana?

R: Cuando abracé el Islam, mis padres, parientes y amigos me consideraban una fanática, puesto que no podía pensar ni hablar sobre nada más. Para ellos, la religión era un asunto puramente privado, que a lo sumo podría ser cultivado como un pasatiempo de aficionados entre otras aficiones. Pero tan pronto como leí el Corán, supe que el Islam no es un pasatiempo sino que es la vida misma.

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Por Margaret Marcus


Fuente: islamreligion

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