La Constitución de Medina –bajo la cual los clanes que aceptaron a Muhammad como Profeta de Dios formaron una alianza o confederación– data de este periodo. Eso demuestra que la conciencia política de la comunidad musulmana había alcanzado un importante nivel, y por ello sus miembros se definieron como una comunidad independiente. La Constitución también definió el rol de los no musulmanes en la comunidad. Los judíos, por ejemplo, formaban parte de la sociedad; ellos eran dhimmis, es decir, personas protegidas, siempre y cuando acataran las leyes. Esto estableció un precedente para la relación con otros pueblos vencidos durante conquistas posteriores. Cristianos y judíos, sobre el pago de un impuesto simbólico, gozaban de libertad religiosa y, aún manteniendo su condición de no musulmanes, eran miembros adjuntos del Estado Musulmán. Sin embargo, esta posición no era aplicable a los politeístas, ya que no podían ser tolerados dentro de una sociedad que adoraba al Dios Único.
Ibn Ishaq, uno de los primeros biógrafos del Profeta, afirma que fue alrededor de ese período que Muhammad envió cartas a los gobernantes de la tierra –el Rey de Persia, el Emperador de Bizancio, los Negus de Abisinia, el gobernador de Egipto, entre otros– invitándolos a abrazar el Islam. Nada puede ilustrar mejor la confianza de la pequeña comunidad, ya que su poderío militar –a pesar de la batalla de la trinchera– todavía era insignificante. Sin embargo, esa confianza no estaba fuera de lugar. Muhammad fue estableciendo, de manera tan efectiva, una serie de alianzas entre las tribus que, alrededor del año 628, él y 1.500 seguidores pudieron exigir el acceso a la Ka’bah. Esto marcó un hito en la historia de los musulmanes. Poco tiempo antes Muhammad había dejado la ciudad de su nacimiento para fundar un Estado Islámico en Medina. Ahora, con sumo derecho, sus anteriores enemigos lo trataban como a un líder. Al año siguiente, en el 629, regresó y conquistó Meca sin derramar ni una gota de sangre y bajo un espíritu de tolerancia, lo cual se estableció como un ideal para futuras conquistas. También destruyó los ídolos restantes en la Ka’bah, con el objetivo de finalizar para siempre las prácticas paganas en ese lugar. Mientras esto transcurría, ‘Amr Ibn Al-’As, el futuro conquistador de Egipto, y Jalid Ibn Al-Walid, la futura “Espada de Dios”, aceptaron el Islam y juraron lealtad a Muhammad. La conversión de estos hombres fue especialmente notable debido a que habían estado entre los más duros adversarios de Muhammad hacía poco tiempo atrás.
De alguna manera, el regreso de Muhammad a Meca fue el clímax de su misión. En el 632, sólo tres años después, enfermó repentinamente; y el 8 de Junio de ese año, estando a lado de ‘A’isha, su tercera esposa, el Mensajero de Dios “murió con el calor del mediodía”.
La muerte de Muhammad fue una gran pérdida. Para sus seguidores, este sencillo hombre de Meca era mucho más que un querido amigo, mucho más que un talentoso administrador, mucho más que el gran líder que había forjado un nuevo estado a partir de un grupo de tribus que estaban en guerra. Muhammad era además un ejemplo de las enseñanzas que transmitía de Dios: las enseñanzas del Corán que por siglos han guiado el pensamiento y la acción, la fe y la conducta de innumerables hombres y mujeres, que llevaron a una nueva era en la historia de humanidad. Su muerte, sin embargo, tuvo un pequeño efecto sobre la dinámica de la sociedad que había creado en Arabia, y no afectó para nada su principal misión: transmitir el Corán al mundo. Abu Baker dijo: “Quien adoraba a Muhammad, sepa que Muhammad ha muerto; pero quien adoraba a Dios, sepa que Dios vive y no muere”.
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Por Ismail Nawwab, Peter Speers y Paul Hoye
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